Casi muero en una previa. Terminé en el hospital. Lo que se suponía una noche alegre terminó en escándalo. Sangre, gritos y puteadas. Dicen que por mi culpa. Yo sigo sosteniendo mi inocencia hasta la muerte.


Soy el bruto del grupo de amigos. Así dicho parece una nimiedad, pero no saben cuánto me molesta ese rótulo. Son muchas las veces que he intentado cambiar, pero no hubo forma. Soy absurdamente torpe. Todo lo que toco lo rompo. La fiesta del año pasado superó todo límite.


El grupo de minas no sintonizaba con nosotros. No estábamos acostumbrados a ese nivel de mujeres. Todas más grandes. Algunas hasta modelos. Nosotros tenemos nuestras limitaciones y lo sabemos. No es algo que nos incomode. Tenemos nuestras herramientas.


Los pibes se comportaban como verdaderos neandertales por el grupo de Wapp. Festejaban. Alegría pura. Stickers iban y venían. Gastón, el más sensato, pedía prudencia. No quería festejar antes de tiempo. Más de una vez nos habíamos quedado bañados y perfumados jugando a la play.


Sin embargo, nuestra fuente era confiable. El que las convocó no vendía humo. Un hombre de pocas palabras pero sumamente práctico. “Tengo unas amigas que se prenden”. Fue todo lo que dijo. Yo elegí creer. Me arreglé más de lo habitual. Estrené perfume y llevé mi whisky preferido


Al llegar nos acoplamos circunvalando la mesa. A mi me tocó la punta. El dueño de casa se acercó y me murmuró al oído. "Amigo, a vos te toca tomar acá". Me entregó un vaso de plástico. Rosado. Tenía una "Hello Kitty" estampada. Lo decoraba una pajita lila en forma de acordeón.


"Pacheco, vos no me podés hacer tomar de acá." le respondo indignado. "Mirá gordo, ya perdí la cuenta de cuántos vasos me rompiste. ¿tengo cara de tener un bazar?" No quería pelear así que cambié la cara. Llené mi Hello Kitty de Johnny Walker y me predispuse de la mejor manera.


Las invitadas efectivamente arribaron. Los que hacía algunas horas se comportaban como simios ahora saludaban con displicencia haciéndose los desentendidos. En la cortesía todas dejaban algún comentario sobre mi Hello Kitty. Yo aclaraba que era whisky, y no jugo de manzana.


La noche transcurría con normalidad. Yo perdía la timidez al ritmo de los sorbos. Cada trago era una palabra de más que se me escapaba. Algún chiste estúpido, alguna acotación innecesaria o simplemente un comentario que exponga que soy mucho más boludo de lo que parezco.


A eso de las dos llega un invitado poco conocido. El tipo cayó solo, lo que era tan sospechoso como admirable. Amigo de un amigo, que en realidad tan amigo mío no era. La amistad en los millennials está bastante devaluada.


Petiso, con cara de malo. Morocho. Pelo áspero, pajizo y corto. Rapado a los costados. Músculos por todos lados. Caminaba con los brazos excesivamente separados del cuerpo y los puños cerrados. Cavilé sobre cómo era posible que le haya entrado la remera negra que tenía puesta.


Saludaba a todos con gestos y aspavientos exagerados. “¿Qué onda, rey?” dijo por allá. “Hola, monstruo” pronunció más cerca mío. Cuando estiré la mano para saludarlo escuché el comentario que yo venía anticipando.


“¿Y eso? ¿Vaso de hombre no había?” bromeó el petiso mientras se deleitaba de su propio chiste. Le saqué la ficha. Lo quería lejos toda la noche. El prejuicio ahora se había convertido en juicio certero: era un boludo importantísimo.


Una de las pibas, con agudeza y astucia, vio mi cara de indignación y se paró de su asiento. “Vení, vení, sentate acá. Yo ya me levantaba”. Le dijo al invitado. Yo la miré achinando los ojos y apretando los labios. Asumí la derrota. Ella trató de disimular la carcajada.


El petiso se sentó al lado mío. Hablaba a los gritos y proponía juegos absurdos. Se miraba los brazos y escupía al vocalizar. Me preguntó en tono jocoso si lo que estaba tomando era jugo de manzana.


Le di la espalda para charlar con una de las chicas que parecía simpática. De soslayo escuchaba las expresiones del petiso. Había embaucado a una víctima. Una rubia de ojos claros le pedía auxilio con la mirada a la amiga que conversaba conmigo.


Mientras él le hablaba de su auto nuevo y el partido de Boca ella asentía a todo con una sonrisa forzada. Siempre me asombró la falta de percepción de la incomodidad ajena de algunas personas. Después descubro que de tenerla, no serían como son.


Iniciamos la operación rescate. El plan era sencillo. Yo me daba vuelta y le sacaba tema de conversación al petiso. Mientras tanto, ella sigilosamente liberaba a su amiga de la tortura. La ejecución no duraría más de un minuto. Nada podía fallar.


Giro sobre mi eje para emprender la misión. Con la cara externa de mi mano derecha golpeo a Hello Kitty. Veo caer el vaso rosado en cámara lenta sobre la entrepierna del petiso. “La puta que lo re parió.” saltó de la silla. La rubia aprovechó el desconcierto para pararse y huir.


“Pero la puta madre” gritaba quien ahora tenía una aureola dorada sobre la bragueta. Yo intentaba contener la risa para que no me mate. Le explicaba que no soy malo, solo torpe. De reojo avizoro a las dos pibas destornillarse a carcajadas sin el más mínimo decoro.


Acá viene el punto de inflexión de esta historia. A partir de este momento nada es gracioso.


Mientras el grandulón se adecentaba el jean empapado en la cocina se escuchó un grito desde el fondo del living. “¿Qué pasó con el cabeza de mancuerna? ¿tiene problemas urinarios?”. Después de la frase un mutismo absoluto inundó el ambiente. Nadie atinó a reírse.


Yo no fui el de la broma, se los juro. Pero no hubo forma de hacérselo entender. Largó el trapo y me encaró. "Te voy a matar gil de mierda" gritaba con cólera mientras se acercaba. En el trayecto intenté explicarle que yo no había sido el del comentario inoportuno.


Yo le hacía montoncito de dedos mientras lo veía venir: "A mí no me mirés eh, yo no fui". A medida que se acercaba yo reculaba de a poco. Dejé a Hello Kitty apoyada en el piso para defenderme con ambas manos. "¿Cabeza de mancuerna me dijiste?" me apuró.


Cuando repitió el seudónimo no pude evitar reírme. En realidad solo raspé la garganta tratando de contener la carcajada. Fue peor. El petiso enloqueció.


Lanzó un golpe de puño que pude esquivar. Tenía fuerza pero brazos cortitos. "Pará hermano, tranquilo, yo no te dije nada”. Pero él estaba ensordecido por la ira. Poseído por la bronca. Efectuó otra piña pero el corto reach volvió a jugarle en contra y no alcanzó a propinarla.


Al intentar el tercer golpe de puño la pelea terminó. El petiso pisó a Hello Kitty. Resbaló con el líquido y voló por los aires. Al ruido del plástico quebrarse lo siguió el impacto de la cabeza contra el suelo mugriento. Me estremecí. Las chicas gritaban. “Se mató” dijo Gastón.


Empezó a retorcerse del dolor. Nos tranquilizamos, era señal de que seguía con vida. El corte no era profundo pero sangraba a borbotones. Enseguida llamamos a la ambulancia. Los doctores preguntaron quien lo acompañaría al hospital. Me ofrecí, me mataba la culpa.


En el hospital charlamos por varias horas. Vimos pasar un herido de bala e hicimos algunos chistes al respecto. “Rosario, no lo entenderías” dijo riéndose mientras sostenía la bolsa de hielo en la nuca. Después se lo llevó un doctor desvelado.


Ya había amanecido. Desplomado sobre la butaca estropeada del hospital siento vibrar el bolsillo. El mensaje era de Pacheco. “Hijo de puta, otra vez me rompiste un vaso” rezaba el mensaje.


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